lunes, 10 de diciembre de 2007

Puente gastronómico

Yo, convertido en reportero culinario

Este miércoles pasado llegaron mis padres a Figueres para pasar el largo puente conmigo. El viernes tuve que trabajar pero eso no ha impedido que descanse a lo grande durante estos días y haya desconectado un poco de la vorágine del trabajo.
En cuanto llegaron mis padres no me quedó más remedio que abandonarles en mi casa puesto que yo tenía que ir a clase de francés.
Después de la clase encuentro a mis padres en la barra de un restaurante tomándose un vino, ya eran las nueve y pico de la noche, así que nos quedamos cenando en ese mismo restaurante, Castell, decorado en plan castellano rústico con manteles de cuadrados rojos y blancos, platos de barro y especialidad en cochinillo y cabrito al horno.
Pedimos unos entrantes: anchoas, boquerones en vinagre y ceps a la plancha, buenísimos. Luego de segundo compartimos una mitad de cochinillo, delicioso, en su punto, la piel crujiente, la grasita desecha y la carne se deshacía con la saliva. Tanto mi padre como yo concluimos que es el mejor cochinillo al horno que hemos comido jamás. Probablemente el aspecto relativo a las expectativas (no demasiado altas) que teníamos del lugar jugaron a favor del restaurante. Sin lugar a dudas, a partir de ahora, se que no tengo que ir a Segovia, ni tan siquiera entrar en zona castellana para comer un buen cochinillo. Por cierto, el restaurante está recomendado por la Guía Michelín.
Al día siguiente teníamos cita en el Hotel Empordà. Previamente habíamos hecho una pequeña excursión hasta el Cap de Creus, donde soplaba el viento de lo lindo, pero por suerte el sol se asomaba con fuerza y se estaba muy a gusto mirando el mar en dirección Sur, hacía l’Estartit.
La puerta de l’Empordà esta flanqueada en su lado derecho por un gran mural atiborrado de placas de clubs gastronómicos y de automóvil recomendando y galardonando el lugar. El Hotel tiene una larga historia que otro día comentaré. Una vez dentro del recibidor del Hotel Empordà te embriaga un aroma de hojaldre recién cocinado al horno.
Bueno, lo que comemos es lo siguiente: aperitivo de crema de lentejas y unos rovellons, Trompetas de la muerte con huevo poché al vino blanco, nabos de Capmany gratinados al queso azul, risoto con butifarra y ceps. Luego, de segundo, mi padre pide un bacalao con muselina de la casa y mi madre y yo pedimos un arroz con bacalao y tordos que estaba de muerte, todo con cava. De postres, mi padre pide quesos variados del fantástico carrito de los quesos y mi madre y yo compartimos dulces, Tatín, milhojas con crema de almendras y merengue.
Después de la siesta y una vuelta por la ciudad, por la noche sólo nos queda hueco para una cerveza y una butifarra.
A la mañana siguiente hace un día gris y tengo que trabajar. Me surge un imprevisto en Roses. Tengo que ir a la oficina del Registro de la Propiedad a solicitar una documentación y me viene a la memoria que cerca de esa oficina se encuentra Cal Campaner, un restaurante del que sólo he oído maravillas desde que estoy por aquí. Así que quedo con mis padres para que me vengan a recoger a la oficina y de allí vamos directamente a Cal Campaner, donde he tenido que reservar previamente.
La entrada a Cal Campaner es como el de cualquier otro bar-restaurante de la zona. Tiene unas quince mesas cubiertas con manteles de papel y los muros decorados con los equipos del Dream Team del Barça y con fotos de escenas de pescadores de principios de siglo pasado. Lo único que se puede comer es pescado o frutos de mar. Nosotros encargamos anchoas, boquerones, calamares en su tinta, carpaccio de gambas (exquisito) y un rape para compartir, en rodajas, a la plancha y servido en ensaladera para ser comido en plan cucharada y paso a tras. El pan con tomate es auténtico, con pan de barra, que se echa de menos, puesto que últimamente, en muchos restaurantes, sólo se sirve en grandes rebanadas de pan de payés.

De postre pedimos un combinado de pequeños postres entre los que hay: tarta de queso, tiramisú, semifredo de turrón, mouse de chocolate, crema catalana y tarta de yogurt.
Sólo al cabo de un buen rato me daré cuenta que he untado demasiado aceite en pan y que eso me ha perjudicado el estómago un poco.
Pero por la noche, después de una reparadora media pinta en un pub de Figueres, tenemos cita de nuevo en Hotel Empordà.
La cena empieza de nuevo con la crema de lentejas que está riquísima, mi padre opta por carrito de verdes y le hacen una ensalada a base de todo tipo de hojas de lechuga. Mi madre pide una ensalada de granada. Colores muy verdes y muy bonitos combinados con el rubí de la grana, pero yo no me puedo resistir a despreciar los canelones gratinados con bechamel.
Después mi padre pide costillas de ciervo asadas, mi madre brochetas de riñoncitos y criadillas de lechal y yo careta con foi-gras.
De postres mi padre y yo nos decidimos por los quesos. A destacar un brie con trufa negra, el Saint Marcellin y el Reblochón. MI madre opta por los dulces entre los que destaca la tarta Tatín y la panacotta de Marie Brizard con menta.
Nos damos un paseo hasta casa por la ciudad que a las once y media ya está desierta y en la que empieza a soplar un poco de Tramontana.
Al día siguiente mis padres ya ponen rumbo a Madrid. Pero antes tienen que pasar por casa de los Guilemany. Decido acompañarlos para visitarlos y de paso comer, por que Maria Rosa cocina de coña. Ella, a pesar de no esperarme, ha preparado canelones a punta pala. Nada que envidiar a los canelones del Hotel Empordà. A decir verdad, son superiores, tanto en calidad como en cantidad, mezcla de carne picada de ave, potro, foigras… De segundo ha preparado aros de calamares encebollados y a parte callos con jamón y chorizo. Como dos platos de ambas cosas y después de una coca rellena de crema y un café, ruedo hasta el sofá.
Después de haber intentado dormir la siesta, mis padres me acompañan hasta Barcelona, ellos tienen que ir hasta el aeropuerto desde donde parten hacía Madrid y yo me apeo en la Vila Olímpica donde quedo con mi amigo Simón para beber un par de cervezas y hacer tiempo hasta la hora de cenar, tenemos cita en casa de Itzi, que ha decidido hacer la fiesta de la tortilla de patata. Caen dos de las tres que ha hecho. Yo a estas alturas de la semana no estoy para más trotes.
Al día siguiente antes de volver a Figueres en tren visito con Itzi, Ana y Nader el salón del Auto Retro. Después visitamos el Frankfurt Vallés de Gracia en el que cae una cervela, blanca, krakos y malagueña.
Así que brutal el fin de semana. Oyes.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Darnius - Maçanet de Cabrenys


Hacía bastante tiempo que no montaba en bici. Me desperté hacia las diez de la mañana de ayer domingo 2 de diciembre. Después de desayunar café y tostadas con tranquilidad. Me vestí con un poco de pereza con la ropa de bici, más pereza me daba limpiar y engrasar la maquina, pero por suerte tenía la bicicleta bien limpia y engrasada en el trastero de la última vez que la utilicé.

En un momento monté el porta bicicletas en la parte posterior del coche y me dirigí hacia Darnius, la zona norte del Pantano de Bassegoda, que está llegando a niveles críticos por el bajo nivel de las aguas, hacía un día soleado y no muy frío para la época del año.

Una vez montado en el coche me dirigí hacia el pantano y a las once y escasos minutos ya empecé pedaleando bordeando el pantano en dirección a su nacimiento por una carretera asfaltada muy estrecha con muchas subidas y bajadas.

Allí donde comienza el pantano, alimentado por la Muga, se encuentra un caserón llamado La Central, que es un hotel con muy buena pinta. Una vez dejas a tus espaldas el hotel, se acaba el camino de asfalto y comienza una pista de tierra que en su inicio está un poco erosionada por las ruedas de los quads y motos de trial. Al cabo de quinientos metros, la pista se hace un poco más transitable. Pero en general podría ser más cómodo circular por estas pistas. Es una lástima que no se limite el paso a todos estos vehículos que deterioran tanto los caminos. Ya me parece bastante la erosión que puede hacer una bicicleta, pero lo que se va a conseguir con tanta circulación de vehículos pesados es que sólo sean transitables por ellos.

Una vez acaba la subida hay que cruzar un campo en el que se empiezan a ver los Pirineos a tu alcance (la etapa de Llançà a Maçanet de Cabrenys es la primera de muchas en la ruta transpirenaica, que algún día me gustaría hacer) y piensas que en vez de volver al coche te gustaría coronar ese pico que se encuentra delante de tus narices pero que te llevaría un par de horas y hoy no estoy para esos trotes ni son horas. Así que cruzo el campo y sigo pedaleando diez minutos hasta que llego a Maçanet. Una vez allí doy una vuelta por el pueblo y vuelvo por la misma pista hasta el coche. No sin antes hacerme una foto que demuestre mi paseo (y lo vacío que está, allí donde estoy retratado debería de haber agua o barro, sin embargo, parece una playa). Al final son unos 27 kilómetros en un par de horas. Lo que me permite volver a casa a una hora razonable para comprar periódico y comida preparada (canelones y bacalao a la llauna).

La tarde es relajada, siesta, colgar un cuadro en la pared, pasar la escoba, leer, ver el resumen de la jornada, cena... en cuanto me doy cuenta ya ha tocado la una de la noche, que rápido ha pasado el domingo.